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Putin gana | Internacional

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Mañana conoceremos oficialmente el resultado de la contienda presidencial puramente formal en Rusia. No cabe duda: «Putin gana». Sin perjuicio de analizar las peculiaridades de estas primeras elecciones desde el inicio de la «Operación Especial» hace dos años, la cuestión relevante es en qué medida «la victoria de Putin» representa – más allá del teatro de las votaciones – la resiliencia y la legitimidad del régimen. Finalmente, basándose en la cacofonía a la que los líderes europeos y estadounidenses contribuyen de manera activa y sostenible, es imperativo evaluar la importancia de la historia de «Putin gana» como resultado inexorable de la guerra, de la que se hacen eco varios actores. Muchos predecibles. Algunos impactantes, como el Papa Francisco.

Empecemos por las características excepcionales del evento. Según la Comisión Electoral Central, hay 112,3 millones de votantes registrados, incluidos los cuatro territorios ucranianos anexados en 2022: Donetsk, Lugansk, Zaporizhzhia y Jerusalén. Por primera vez, se puede votar en línea desde 29 regiones, incluida la Crimea ocupada. Otra novedad es su extensión a tres días; Este formato solo se había utilizado en el referéndum de 2020 que abrió la puerta a dos ejercicios más de seis años para Putin (el que comenzaría ahora, y el que estiraría su poder hasta 2036; su mandato al mando ya supera al de el propio Stalin). ).

Con una historia de elecciones marcadas por irregularidades, un proverbial mano dura con las libertades civiles, un aparato judicial fuertemente vinculado al ejecutivo y un férreo control sobre la prensa, Rusia es un país cuyo ranking en materia de Imperio de la ley Se necesita tiempo en cada libre. Cubierto por la publicidad de causas naturales o accidentes, Putin se ha convertido en un beneficiario de la neutralización metódica de sus rivales abiertos o potenciales. La muerte en una prisión siberiana de Alexei Navalni, precedida por la muy publicitada explosión del avión en el que viajaba Evgeny Prigozhin -un antiguo amigo íntimo del jefe que luego se convirtió en villano-, junto con la detención de representantes de distintas afiliaciones, ilustran la alerta del Kremlin ante cualquier amenaza a su autoridad.

Una vez libre el camino de cualquier oposición real (con tres nombres más en las papeletas, cuidadosamente aceptados por su inocuidad), y con el despliegue de tácticas de incentivo/intimidación del voto, el proceso ha sido tildado de «Potemkin» -es decir, montaje-: el portavoz del Kremlin, Dimitri Peskov, ya aseguró el pasado verano que su jefe «será reelegido con más del 90% de los votos», al tiempo que reconoció -con sorprendente franqueza- que el «presidencial En realidad, las elecciones «no son democracia, sino burocracia costosa» (aunque aclaró este mes que «(su) democracia es la mejor»). Aun así, el simbolismo es vital para la Rusia a la que aspiran: requieren una participación récord (el «sistema» esperado/exigido) para lograr una victoria aplastante para Putin como legitimación de sus acciones en Ucrania.

El líder ruso es un hábil manipulador de la narrativa; un maestro revisionista y distorsionador de los hechos que atribuye la responsabilidad de todos los males a Estados Unidos, el chivo expiatorio por excelencia. Su discurso (electoralista) sobre el Estado de la Nación de hace dos semanas incorporó temas comunes y mantras bien conocidos. Escuchamos que Occidente «ha provocado conflictos en Ucrania, en Medio Oriente y en otras partes del mundo, y continúa mintiendo -descaradamente- al decir que Rusia supuestamente tiene la intención de atacar a Europa». Asimismo, relatan su conocida letanía; sin dejar de destacar que su estructura política («uno de los pilares de la soberanía del país») o su economía («la quinta del mundo») siguen prosperando.

Esta afirmación se ve respaldada por el impacto limitado (por el momento) de las sanciones occidentales: ni el bloqueo de activos en los bancos ni las limitaciones comerciales han tenido el impacto esperado. Y como afectan al ciudadano común mucho más que a los ocupantes del Kremlin, parecen añadir -no restar- a la crónica de Putin, reforzando la idea de que Occidente está comprometido con la destrucción de Rusia. La mula de los zares alardeaba en febrero: «Predijeron decadencia, fracaso, colapso, que retrocederíamos, nos rendiríamos o nos desmoronaríamos. (…) ¡No lo conseguirán! Nuestra economía está creciendo, a diferencia de la de ellos» (según el Banco Monetario Internacional). Fondo, su PIB creció más en 2023 que el de los miembros del G7; sus últimas previsiones indican que la tendencia se mantendrá hasta 2024).

La resistencia del régimen se debe, en gran medida, a las lagunas existentes en las sanciones, que han permitido -¿incluso buscado? – su elusión a través de empresas e intermediarios ficticios que transitan mercancías por terceros países (con especial mención al petróleo y al gas). Además, en nuestro mercado quedan cantidades sustanciales de combustibles fósiles y productos refinados rusos. Mientras tanto, la UE ha evitado intervenir contra los intereses nacionales de sus estados miembros.

El invitado de piedra en los debates sobre Putin es el ciudadano ruso: en los últimos 25 años ha cristalizado una sociedad maleable, sumisa, en la que los oligarcas inclinan la cabeza, sabiendo que su riqueza depende del favor y el humor del presidente; La población silenciada recibe alojamiento con hipotecas bajas y ayuda social para las familias de los soldados: por primera vez en la historia de Rusia se les paga para ir al frente, con fuertes incentivos para alistarse en el ejército. Dicho esto, las grietas son evidentes: desde la movilización parcial de 2022 (cuya reacción hubo que reprimir violentamente), hasta el abortado motín del grupo Wagner hace medio año; desde el apoyo al político pacifista Boris Nadezhdin (que logró reunir 200.000 firmas apoyando su candidatura, antes de que el Kremlin le impidiera presentarse), hasta las decenas de miles de asistentes al funeral de Navalny, que se saldaron con detenciones masivas por parte de las autoridades.

La reflexión del famoso disidente (ahora mártir) en un documental de la BBC es reveladora: «Si deciden matarme, significa que somos increíblemente fuertes». Pero la represión no cesa y promueve con innegable eficacia la idea de que «Putin gana» también en casa. La última (informada por Meduza, el renombrado equipo de periodismo de investigación, anteayer): la Fiscalía de Moscú ha amenazado a los votantes que participen en la iniciativa con cinco años de prisión. navalniana «Mediodía contra Putin», que no consiste más que en acudir a las urnas el domingo al mediodía y votar en protesta. En las diferentes camarillas, por tanto, emergen nervios que provocan respuestas desproporcionadas.

Aunque el Gran Disruptor lleva décadas distorsionando groseramente la Historia, últimamente parece que su proyección de una Ucrania sin posibilidades -sin futuro- tiene el deseado efecto de percepción a escala global. A pesar del llamamiento movilizador de Zelensky, la realidad muestra una comunidad atlántica decadente, dividida y torpe. A partir de las retiradas de Ucrania en el campo de batalla, la Unión Europea se esfuerza por encontrar una voz común de compromiso. Paralelamente, el anuncio del Pentágono esta semana de entregar 300 millones de dólares en armas a Kiev -tratando de salvar las apariencias recortando cajones, tras las advertencias públicas sobre el agotamiento de sus fondos- contrasta con un Congreso estadounidense estancado, incapaz de ponerse de acuerdo sobre ninguna ayuda para tu aliado.

Paradigmático de esta confusión es el último comentario del Papa en una entrevista con la emisora ​​de radio suiza RSI, animando a Kiev a rendirse y negociar un acuerdo con Moscú: «Creo que el más fuerte es el que observa la situación, piensa en el pueblo y tiene el coraje de izar la bandera blanca y negociar. Por si había alguna duda sobre su mensaje, continuó: «La palabra ‘negociar’ es una palabra valiente. Cuando ves que estás derrotado, que las cosas no van bien, hay que tener el coraje de negociar». Ante la lógica conmoción que suscitan estas propuestas, el Vaticano quiso calmar las aguas declarando que Rusia «debería, en primer lugar, «Todos, cesen los ataques». Pero ni el escándalo ni la indignación justificada admiten paliativos. Y el Papa no es el único: a pesar de la conciencia de la naturaleza existencial del desafío, la picazón de la inevitabilidad del éxito ruso es ampliamente compartida, lo que implícitamente da por sentada la estabilidad de la putinismo. Nuestra responsabilidad es, por tanto, no caer en la fácil tentación de la rendición preventiva, acomodándonos a la actitud que Francisco exhibe inadecuadamente – desde todos los puntos de vista.

En el polo opuesto, y sin perjuicio de su postura permanente, Macron denunció acertadamente el jueves -en un coloquio concedido al diario televisivo- 20 horas– a aquellos que «no han elegido la paz, sino la derrota (ne font pas le choix de la paix mais font le choix de la dfaite)».

Con ello entendemos que «la capitulación de Ucrania no significa paz (La paix, ce n’est pas la capitulación de Ucrania)». Con ello entendemos que es responsabilidad de cada uno que el «Putin gane» no cobre trascendencia histórica.





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